
La verdad es que pocas elecciones que haya vivido me han dejado un regusto más amargo que estas autonómicas y municipales que acabamos de ver. No por el hecho de que haya ganado el PP, tampoco por la derrota del PSOE. No hablo de cuestiones partidistas, no. El motivo está en el escenario resultante de lo que ha elegido el electorado y las conclusiones a las que llego. Y es que creo que, con este resultado electoral, perdemos casi todos. El "casi todos" excluye, por supuesto al PP, partido que ha arrasado y que ahora comienza a disfrutar de un poder que no ha tenido jamás, y que culminará cuando dentro de menos de un año (¿antes?) el candidato de los populares a la Presidencia del Gobierno se siente muy a gusto en su despacho del Palacio de la Moncloa. Sabiendo cuál es mi ideología política, una que nunca he escondido y que no me impide ser crítico, algunos pensarán que esto no es más que una pataleta de mal perdedor, pero nada más lejos de la realidad. Lo digo porque es lo que pienso, y lo pienso después de haberle dado muchas vueltas.
Para empezar a explicar por qué digo que perdemos casi todos, es obligado recordar uno de los motivos de queja del movimiento del 15-M. No queríamos un bipartidismo político. En eso estoy de acuerdo. Me encantaría que hubiera alternativas, más allá de PP y PSOE. Pues bien, el escenario que ofrece el 22-M no es ya un bipartidismo, sino un monopartidismo. El PP lo gobierna todo. Casi todo, en realidad, porque siguen quedando las excepciones nacionalistas (el tema de Bildu da para mucho más que estas líneas), el único pacto posible entre PSOE e IU en Extremadura y la anomalía de Álvarez-Cascos en Asturias, anomalía que al fin y al cabo deja ese gobierno autonómico en las mismas manos. Si ya es difícil conseguir que los dos grandes partidos se pongan de acuerdo para las grandes reformas de Estado, no es difícil imaginar lo imposible que será que sólo uno de ellos, con el aval incuestionable de las urnas y muchas mayorías absolutas en su poder, decida por sí mismo que tiene que cambiar el sistema que le ha otorgado semejante poder. Quien siga pidiendo una reforma de la Ley Electoral, una de las más necesarias de nuestra democracia y por la que llevo años abogando, me temo que va a clamar en vano.
Es cierto que han entrado muchas fuerzas políticas en las instituciones locales, y también es incuestionable el ascenso de Unión, Progreso y Democracia, así como una sensible recuperación de Izquierda Unida. Pero también es cierto que, de nuevo salvo la anomalía del partido de Álvarez-Cascos, no tienen la suficiente representación como para hablar de un fenómeno de interés general. Les interesa a estos partidos, desde luego, porque cada concejal y cada alcalde es una cantidad de dinero importante para sus arcas, pero el poder queda concentrado en unas pocas manos, casi todas del mismo partido. Extrapolado ésto a unas elecciones generales, el PP se queda al borde de la mayoría absoluta y tiene varias posibilidades de pacto para gobernar, con partidos pequeños o con partidos nacionalistas. Es decir, lo mismo que se le reprochó a Zapatero con tanto ahínco en su primera legislatura. Si no hay mayoría absoluta en las generales (yo me temo que sí la habrá), dentro de un año veremos, y de eso no tengo ninguna duda, que la crítica al PP no será tan intensa como la que sufrió el PSOE. En esto y en otros muchos temas. Tiempo al tiempo.
Es imposible meterse en la cabeza de todos y cada uno de los españoles que ha ejercido su derecho al voto, pero la conclusión mayoritaria a la que está llegando todo el mundo es que la debacle del PSOE se debe a la crisis económica (en la mirada más bondadosa para con los socialistas) y a la actuación de José Luis Rodríguez Zapatero en ese terreno (en la que, creo, es la más aceptada versión). Eso demuestra varias cosas. En primer lugar, que por regla general no sabemos lo que son las comunidades autónomas y los ayuntamientos. Si hay un voto de castigo a Zapatero, no hemos votado en unas elecciones autonómicas y municipales, sino que esto ha sido una primera vuelta de unas generales. Siendo ésta la percepción general de los españoles, que prefiere votar a un partido antes que a un programa (y a un partido por su líder o por su ideología, y no por su delegado local), quizá va siendo hora de replantearse de verdad el modelo autonómico. Quizá no sean necesarios tantos concejales y diputados. Quizá nos sobren instituciones. Quizá esa sea la gran revolución que tiene pendiente la democracia española.
Esto es una conclusión lógica si tenemos en cuenta que los líderes autonómicos del PSOE han pagado por los errores del Gobierno central y no por los propios, o no se han visto beneficiados por los aciertos que hayan podido tener en su gestión. Que se lo digan a Barreda, porque pocos socialistas han sido más críticos con el presidente del Gobierno, y sin embargo se ha llevado una derrota tan ajustada como emblemática e histórica. A poca gente parece que le haya importado la gestión local de la crisis, pues el castigo se lo han llevado los dirigientes socialistas y no los populares. Es decir, que, si la causa principal del voto está en la crisis, para los españoles los presidentes autonómicos y los alcaldes no tienen responsabilidad alguna en la situación económica ni medios para luchar contra ella. Si tuvieran esa influencia, lo lógico es que también hubiera habido voto de castigo para aquellos dirigentes que no son del PSOE y que llevan cuatro años mandando en sus respectivas instituciones. No ha sido así. ¿Por qué? Cada votante sabrá. El caso es que me hace gracia que hoy el alcalde de Madrid hable de trabajar para generar empleo. ¿Eso no es problema sólo de Zapatero?
Otro asunto preocupantes es que tampoco ha habido voto de castigo a la corrupción. He escuchado una interpretación que dice que eso es porque el votante no tiene conciencia de que esa corrupción sea un daño para su bolsillo. Pues vale. El caso es que la eliminación de los corruptos de las listas era otra de esas utópicas reivindicaciones del movimiento que ha eclosionado en la Puerta del Sol. Estas elecciones han evidenciado la imposibilidad de que esa demanda se haga realidad. Los corruptos han triunfado más o menos con la misma rotundidad que hace cuatro años. Las acusaciones, las pruebas y los juicios no han importado en el ánimo de los votantes. Y se habla de un récord en el voto blanco y en el voto nulo, pero éste sigue registrando niveles casi marginales, que se mueven en torno al cuatro por ciento. Desgraciadamente, eso no basta para la revolución con la que se sueña en la Puerta del Sol y otras tantas plazas españolas. Vale, y perdonandme la resignación, para crear un hastag en Twitter, para rellenar páginas de periódico y minutos de informativo, pero no para mover a quienes hoy tienen más poder a ceder parte en beneficio de la democracia.
El mito de que en España sólo la izquierda ejerce el voto de castigo con los suyos y que el electorado de la derecha se mantiene fiel pase lo que pase, queda para mí confirmado hasta la próxima vez que acudamos a las urnas (cuando, me temo, quedará de nuevo revalidado). Si no hay juicio crítico con todos, no hay nada que hacer. Y algunos me dirán que ya hubo castigo al PP por su gestión del 11-M, por Irak o por el Prestige, pero nunca lo he visto así. El PP no perdió las elecciones de 2004 porque perdiera demasiados votos. Su apoyo entre el electorado es fijo, de ocho millones de papeletas para arriba. Son los votos de los demás los que fluctúan. Y es que el PP no ha ganado más poder en estas elecciones porque votantes decepcionados del PSOE le hayan dado sus votos, sino porque esos votantes han diseminado sus votos entre otros partidos, sobres vacíos y papeletas nulas. El PP, a día de hoy, todavía no ha sido castigado por sus electores. Nunca. Y sin ese espíritu crítico, la democracia pierde siempre. Hoy hay mucha gente feliz por la debacle del PSOE. Y no seré yo quien diga que no se han buscado este resultado desde las propias filas socialistas. Pero hoy veo una democracia más débil, y por eso creo que perdemos casi todos.