Empieza a ser ya una certeza incontestable, que ni siquiera un científico podría demostrar tan sólidamente. Cuando uno se sienta en un cine a ver una película, siempre habrá un teléfono móvil que suene. Incontestable, oiga. No falla. La modalidad de la sintonía es la más compartida en las experiencias cinematográficas, es decir, simplemente que el móvil suene. La vergüenza (o el improperio de otro espectador) suele llevar al dueño del aparatito a colgar inmediatemente. Pero ahí no acaba la cosa, no. También hay ocasiones en las que alguien se pasa toda la película mirando la pantalla de su móvil. ¿Por qué demonios pagar una cantidad bastante respetable de euros si lo que te apetece es chatear con la novia o consultar el correo electrónico? Intrigante cuestión, desde luego, que se escapa a mi comprensión. Algún día, si me encuentro de humor, igual hago una encuesta.
Pero, dentro de estas experiencias, para mí el ser despreciable por excelencia es aquel que entra al cine, que no apaga su teléfono, ni siquiera lo pone en silencio, recibe una llamada, lo coge y le empieza a contar a su interlocutor que está en el cine y que por ese motivo no puede hablar, que luego le llama y hablan tranquilamente. Para mí es irremediable pensar, dígamoslo eufemísticamente, de forma negativa de semejante vecino de butaca. Pero es que si además el momento llamada se produce no una sino dos veces, y en ambas ocasiones escucho la misma conversación, ya me falta poco para el improperio público. Hoy estaba dispuesto a armar un pollo si el teléfono sonaba una tercera vez y el individuo que estaba sentado en la fila de atrás lo cogía por tercera vez para protagoniza esa conversación. Y una de dos, o ha habido suerte (para él y para mí) o las vibraciones negativas dejan a los móviles sin cobertura. De esto no tengo una certeza científica absoluta, no sé decir qué es lo que ha sucedido.
Lo confieso. Mi fantasía violenta irrealizable, aunque sólo sea por el respeto al prójimo que uno tiene (un sentido que ya sé que le falta al egoísta común de los mortales), es coger el teléfono móvil de ese imbécil que no sólo decide no apagarlo sino que además se permite el lujo de cogerlo y mantener una conversación, tirarlo al suelo y pisotearlo con todas mis ganas. Y si su dueño protesta, coger los restos... y mejor paro, que esto va a parecer una película de Tarantino y no es plan. Que Tarantino me gusta tan poco como los impresentables que van al cine creyéndose que están en el salón de su casa. Claro que en su casa no se permiten el lujo de comportarse como cerdos y poner el suelo hecho un asco de restos de palomitas, refrescos, nachos con queso y demás enseres por los que, pásmense, pagan antes de sentarse en su butaca cantidades tanto o más elevadas que las que desembolsan por la entrada para ver la película. Y luego dicen que hay crisis...